POR ROBERTO VALENZUELA.- En las páginas oscuras de la historia de Haití, se teje una leyenda de maldición que ha persistido a lo largo de los siglos, arrojando sombras tenebrosas sobre la nación. Esta verídica o supuesta maldición se dice que fue echada por los representantes de Dios en Santo Domingo, los curas y las monjas, durante los tormentos y persecuciones que sufrieron a manos de las huestes del susodicho emperador Jean-Jacques Dessalines en 1805 y durante la invasión a Santo Domingo de 1822 a 1844.

La naturaleza exacta de esta maldición, ya sea vudú africano o católica cristiana, sigue siendo un enigma, envuelta en misterio como las sombras de una noche oscura. Sin embargo, durante ambas invasiones, la Iglesia Católica fue el principal blanco de las agresiones despiadadas. El periodista Rafael Núñez registra una investigación titulada «¡Insólito!» en El Diario Libre, donde se detallan las horribles torturas infligidas a los miembros de la Iglesia Católica. El salvajismo desplegado en esos días es difícil de imaginar y estremece el alma, como si un oscuro pacto con el mismo Diablo hubiera dado poder a los verdugos.

El 28 de abril de 1805, en el presbiterio de la iglesia católica de Moca, se encontraron cuarenta niños degollados por las fuerzas de Dessalines. Niños descalzos fueron obligados a caminar a pie decenas de kilómetros desde Moca y Santiago hasta Haití, como si estuvieran destinados a una marcha macabra hacia lo desconocido. A lo largo de su trágico trayecto, incendiaron las parroquias y degollaron a sacerdotes, como si la venganza hubiera sido un juramento ancestral ante el Anticristo y todos sus demonios.  Aquellos que tuvieron más suerte sufrieron humillaciones y castigos inenarrables, como si fueran castigos de un más allá vengativo.

Uno de los relatos que recoge el periodista Núñez en su investigación es el de un anciano y buen sacerdote, Pedro Tavares, de más de ochenta años, a quien se obligó a caminar hasta la frontera, donde cayó exhausto y murió sin probar agua ni comida. Su historia parece arrancada de las páginas de un libro de horror gótico, donde la maldición persigue a los inocentes hasta la muerte.

Gaspar de Arredondo y Pichardo, en su «Memoria de mi salida de la isla de Santo Domingo el 28 de abril de 1805», dejó constancia de estas atrocidades que parecen sacadas de una pesadilla, como si hubieran emergido de un reino infernal.

En Santiago, las tropas de Dessalines, bajo las órdenes de Christopher, tomaron a prisioneros y los llevaron al cementerio, donde les arrebataron la vida de manera brutal, como si estuvieran pagando un precio siniestro. No contentos con tal crueldad, secuestraron al presbítero Vásquez y a otros veinte sacerdotes, a quienes mataron, como si la muerte hubiera sido la única moneda de cambio. Luego, los militares haitianos insaciable de maldad, prendieron fuego a las cinco principales iglesias de Santiago antes de forzar a 249 mujeres, 430 niñas y 318 niños a cruzar hacia Haití, donde desaparecieron sin dejar rastro, como si la tierra misma los hubiera engullido.

Las atrocidades sufridas por estos niños y mujeres desafían la imaginación, como si fueran los horrores de un cuento de pesadilla. Las cifras de aquellos degollados por orden del emperador haitiano Jean-Jacque Dessalines, se cuentan por miles, como si el abismo de la maldición no tuviera fin.

Este espeluznante episodio de la historia haitiana encuentra paralelos en las atrocidades cometidas contra los blancos franceses durante la revuelta de esclavos, como si la espiral de violencia estuviera tejida en el destino de la isla. Jean-Jacques Dessalines, el gobernador general de Haití, ordenó que los blancos franceses fueran quemados vivos cuando proclamó la independencia el 1 de enero de 1804 en Gonaives, como si una maldición ancestral hubiera consumido su corazón. Un año después, Dessalines invadió la parte este de la isla, arrasando con Azua y otros territorios del sur, sitiando la ciudad de Santo Domingo, como si el odio ancestral hubiera cobrado vida.

El odio racial arraigado en el emperador Dessalines a raíz de su experiencia como esclavo es una explicación de estas atrocidades, como si los grilletes del pasado hubieran dejado una marca imborrable. Las cicatrices del pasado esclavista generaron resentimientos que afloraron en momentos críticos, infligiendo dolor y sufrimiento a los inocentes atrapados en medio de este conflicto, como si la maldición de la esclavitud no hubiera sido quebrada por la independencia de Haití, sino que se hubiera transformado en una sombra que lo perseguiría hasta el final de sus días.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *